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Potosí

La tragedia, afortunadamente no tan trágica, de los 33 mineros en el norte de Chile me recordó mi visita a las minas del Cerro Rico de Potosí en Bolivia. Una experiencia muy interesante aunque de ninguna manera agradable.
Creo que todos escuchamos alguna vez la frase "el oro de Potosí" pero para mí sólo cobró sentido cuando visité esta preciosa ciudad como parte de mi viaje por Bolivia y Perú en 2004, en una travesía que nos llevó desde Jujuy hasta Machu Pichu pasando por Purmamarca, Tilcara, Uyuni, Potosí, La Paz, Copacabana, Puno y Cusco.
Mis compañeras de viaje y yo llegamos a Potosí una noche a las 3 de la mañana desde Uyuni y experimentamos una de esas cosas raras que tiene Bolivia: cuando los micros llegan a destino en la madrugada la gente permanece en el bus hasta que amanece, supongo que por una cuestión de seguridad, aunque nadie nos pudo explicar porqué, para hacer un trayecto de seis horas, el micro parte a las 9 de la noche y queda estacionado durante tres o cuatro horas en la terminal, en lugar de partir a la medianoche y llegar a la mañana siguiente! En fin...
Sin embargo nosotros no nos quedamos porque ya teníamos reservado el hotel (Hostal Filcar). A la mañana siguiente nos desperatamos con un persistente dolor de cabeza y una sensación de pesadez porque Potosí es una de las ciudades más altas, a 4.070 metros sobre el nivel del mar. Como no teníamos mucho tiempo salimos directo a nuestra visita al Cerro Rico en una excursión contratada en una agencia local. Nuestro guía fue Alfredo, un hombre joven de unos 35 años que había trabajado en las minas desde que era chico, a pesar de que está prohibido, hasta que problemas pulmonares y las consecuencias de una caída lo obligaron a cambiar de ocupación. Este fue nuestro primer contacto con una realidad dura y penosa. Alfredo nos llevó a hacer algunas compras antes entrar al cerro: alcohol, cigarrillos, coca cola y hojas de coca. Luego entendimos para qué.
Nos dirigimos en camioneta a la ladera del cerro y frente a una de las entradas a la mina nos preparamos para el ingreso vistiendo unos infames enteritos amarillos, botas de goma y casco con lámpara que se encendía gracias a un tanquecito de querosén que llevabamos agarrado en la cintura. Flor de equipete!

Antes de entrar Alfredo nos dio las indicaciones: nunca separarnos e ir sólo por dónde él nos indicaba. Porque aunque uno espera encontrarse con una de esas minas gigantgescas con pasarelas y carritos cruzando por doquier, como las que se ven en Indiana Jones, en el Cerro Rico al menos, la cosa es diferente: la montaña está surcada por túneles que apenas sirven para el paso de uno o dos hombres, salvo las "calles" principales, estos túneles van en todas las direcciones y si se cortara el cerro por la mitad parecería un hormiguero. Desde el exterior hay distintas entradas y en cada una de ellas hay una representación del diablo al que los mineros ofrendan antes de iniciar la jornada para tener fortuna y evitar percances.


Antes de la llegada de los españoles la región estaba ocupada por indígenas que, según nos dijeron, no explotaban las minas porque varios accidentes y muertes les habían hecho creer que estaban embrujadas. Hay una leyenda que cuenta que en una oasión en que intentaron extraer plata, hubo un gran estruendo y una voz salió del interior del cerro para decirles "No saquen plata de este cerro, porque será para otra gente". En 1539 los españoles ya trabajaban unas minas en la localidad de Porco, cercana a Potosí, cuando por cuasualidad un indígena descubrió la riqueza del Cerro Rico en 1544. Los españoles se trasladaron allí y la extraordinaria riqueza del cerro hizo que Potosí fuera declarada Ciudad Imperial por el Rey Carlos V de España y que la ciudad creciera vertiginosamente hasta convertirse en la más poblada de América, con 160.000 habitantes.
Obviamente este camino no sería sencillo para los habitantes originales. Los indígenas fueron sojuzgados por el Imperio Español para trabajar bajo un sistema denominado "mita" que obligaba a los indígenas de 16 provincias del Perú a trasladarse a las minas para servir en ellas a cambio de un modestísimo salario. Incluso llegaron a "importar" esclavos africanos que morían rápidamente a causa del duro trabajo al que eran sometidos y por no estar acostumbrados a la altura y el clima del lugar.
La plata y demás metales que enriquecieron a Europa de un modo inimaginable hoy están prácticamente agotados. Ya no hay ricas vetas en el cerro y los mineros siguen trabajando, ahora sin jefes porque trabajan en cooperativas, pero casi en las mismas condiciones de antaño y para ganar apenas el sustento diario, si tienen suerte.
En el interior del cerro el aire es húmedo y metálico y todo parece estar lleno de barro. La manera de trabajar es muy sacrificada. Los mineros van abriendo su propio camino siguiendo las veta. Lo hacen con picos y palas y para descubrir la veta utilizan cartuchos de dinamita que introducen en la roca ayudándose con aire comprimido, por eso en todos los túneles hay unos tubos de goma que traen el arie desde el exterior y producen un ruido constante, como una olla a presión a punto de estallar. Habitualmente trabajan en jornadas contínuas de 24 o 48 hs., las cosas que habíamos comprado eran para los mineros que aguantan todo ese tiempo a fuerza de alcohol puro y coca. En sus rostros se nota el esfuerzo, son hombres jóvenes envejecidos antes de tiempo que en muchos casos sufren enfermedades respiratorias o son víctimas de serios accidentes. Afuera, las mujeres revisan los residuos que sus esposos extraen de la mina buscando los últimos residuos de metal.

En la media hora que se pasa dentro del cerro, claustrofóbicos abstenrse, se pierde el sentido de la ubicación. En un momento me dieron ganas de irme pero no sabía por dónde, no llegué al punto del pánico pero realmente tenía muchas ganas de salir de ahí. Para colmo el guía quería que escucháramos una explosión y nos retuvo en el interior varios minutos más. Por suerte la explosión se retrasó y finalmente salimos al aire libre.
Esta experiencia produce sensaciones encontradas, por un lado un cierto sentido de aventura y por otro uno se da cuenta de que está siendo testigo de una parte de la historia porque la riqueza de ese cerro fue fundamental en para el mundo occidental, porque recordamos que costó la vida de muchas personas y porque, a pesar del tiempo transcurrido, la desigualdad aún existe y para mucha gente esta mina, con lo dura que es y con el poco beneficio que les trae, es su única forma de vida.

Este paseo tiene que complementarse con una visita a la Casa de la Moneda, un magnífico edificio colonial que ocupa toda una manzana y en donde se aprende todo el proceso de producción de las monedas desde la aliación de los metales hasta la acuñación en unas enormes prensas que eran accionadas con la fuerza de cuatro caballos gracias a un complejo sistema de engranajes. Además hay una colección de las monedas que salieron desde Potosí para Europa y objetos varios desde retablos revestidos en oro hasta una momia.

Otro de los monumentos imperdibles es el Convento de Santa Teresa que exhibe un parrafo de su famoso poema:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
Sólo Dios basta.

El Convento, convertido en museo, exhibe una fabulosa colección de pintura de la Escuela de Potosí

La ciudad tiene mucho más para dar. Es bonita y agradable, muy bien cuidada, con fabulosas iglesias con portales tallados en piedra y callecitas pobladas de casitas de colores con balcones tipo limeños. Una belleza.


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